domingo, 2 de junio de 2019

LOREN Y SUS DOLORES


(Relato de ficción)

Alcanzada la adolescencia el gran proyecto secreto de Loren -nunca lo quiso confesar a nadie- era cultivar y exhibir un cuerpo digno de Adonis. Proyecto a muy largo plazo, así que a sus veintisiete ya cumplidos examinaba casi todas las mañanas el espejo mientras adoptaba estampas de un Narciso redivivo. No pensemos mal, no era un joven dado a la conquista, al ligue, a la exhibición de tableta y bíceps para atraer hembras a su alrededor. Tenía fama de ser un solitario.
- ¡Qué pena que sea tan mustio!
-¿Tan mustio, tan cardo, tan callado…? –eran comentarios habituales entre chicas que lo conocían. Casi siempre, en el ritual de la contemplación, encontraba algún pequeño defecto, ligeros desajustes que, quizás, con un poco más de dedicación, podían corregirse. Con frecuencia conminaba en voz alta a su reflejo: “Yo, Loren, he de dejar pálidos a todos los efebos. Los superaré a todos.” Y tensando la figura añadía: “Lo haré por goleada.”
Ramiro, compañero de entrenamiento, comentó un día la aparición de aquellos dispositivos en forma de pulsera que a primera vista recordaban un relojillo discreto y sin embargo estaban llenos de utilidades de control. Nada más verlos, en el corazón de Loren se produjo un vuelco.
-¿Qué? Eso lo han fabricado para mí. Quiero el mejor.
Se obsesionó. Consumió la tarde navegando digitalmente por el río Amazon, absorto en la pantalla, embebido en el frenesí de datos, de opiniones de usuarios, de puntuaciones, de utilidades… Quería adquirir ya, pero el cerebro aconsejaba: Espera, espera. Aguarda dos días más y aparecerá alguna sorpresa, algo que superará a lo que ya has visto.
Resistió veinticuatro horas, no más. El anuncio de una casa le llevó a otra que acababa de presentar una pulsera ligeramente más ancha que la media. Era más aparatosa, sí, pero… ¡Lo tenía absolutamente todo! Diagnosticaba consumos de calorías, ingestas, aconsejaba ejercicios para cada situación, calculaba el peso y sus ganancias y pérdidas. Por supuesto, tenía también lo que las otras, recopilaba pasos, carreras, gasto y concentración de oxígeno en sangre, tiempos, evolución del estado físico, estado del corazón y arterias principales, sistemas musculares… Además, eso estaba muy bien, conectada por Bluetooth al ordenador recopilaba los datos y elaboraba minuciosos informes diarios, semanales, mensuales… Todo por el módico precio de 50 euros.
Dos días después Correos Express llamaba al portero automático y aceleraba los latidos de Loren, quien como persona metódica que era hizo lo que tenía por costumbre. Desembaló el aparato, lo dejó sobre la mesa y buscó en el manual la sección en castellano.
Pasaba las páginas y se emocionaba. ¡Qué cantidad de cosas! ¡Cuánta novedad!
Bueno, llegó el momento del estreno. Cuando fue a colocarse en la muñeca el artilugio advirtió que no llevaba la habitual correa con hebilla. ¡No! Tenía un sistema más moderno. Las dos abrazaderas utilizaban un novedoso sistema de enganche. Simplemente  -decía el manual- acérquelo a su muñeca por la zona abierta. Los sensores de ambas partes medirán el diámetro de su muñeca y se abrazarán y ajustarán de forma automática.
Estaba nervioso. Advertía que sus manos, incluso, eran presa de ligeros temblores. De ahí, seguramente, el pinchazo que sintió en la piel cuando los dos extremos se unieron y se cerraron. No se lo habría acercado adecuadamente. Fue un dolorcillo insignificante, como un pellizco. Lo olvidó enseguida. Había muchas más cosas que hacer. Se puso a repasar funciones, pulsaciones, pasos, los tiempos de carrera, la oxigenación, la revisión de constantes… No terminaba ahí la cosa. Instaló en el ordenador la aplicación complementaria y sincronizó la pulsera. Pronto saturó la pantalla un aluvión de cifras que llegaban de forma automática, resultado del análisis inicial de su cuerpo.
Volvió a comprobar todo y marchó a la habitación. Diez minutos después asomó en el descansillo, vestido con sus prendas deportivas y… Con la pulsera en la muñeca activó los sensores. Era la hora de la verdad.
La figura del corredor llamaba la atención a distancia, en el parque, en los jardines del este y en el recorrido de circunvalación de la ciudad. Exhibía un estilo muy propio. La melena, sujeta con elegancia por una cinta alrededor de la frente, dejaba libre la longitud justa para secundar con sus vaivenes la ondulación de sus zancadas. Las piernas lucían ese moreno añejo, uniforme, que delataba bajo la piel una musculatura impecable. Los brazos marcaban el ritmo y el rostro miraba hacia delante, con ligeras desviaciones a ambos lados de forma alternativa. Hoy, día de estreno, también se desviaban los ojos hacia su muñeca izquierda. Observaba y calculaba mentalmente si lo que registraba la pequeña pantalla oscura correspondía a la realidad. Sí, todo daba la impresión de ser correcto.
Por la noche, cuando en el bar Herrerías se reunió la cuadrilla, Loren hizo mención de su reciente adquisición. Ander y Pitxu se la pidieron para examinarla de cerca, pero Loren no recordaba cómo se desmontaba para separarla del brazo. Les dijo que luego lo buscaría en el manual. Lo tomaron como una excusa para no dejarles enredar y hubo de aguantar más de una broma. Consumieron sus birras, hicieron unos cuantos chistes más y hablaron un buen rato de otras cosas. Acabaron dándole un repaso al jefe de Pitxu, un cerdo con dos patas que le encargaba todo el día trabajos estúpidos e inútiles, es decir, todo aquello que al jefe no le apetecía hacer.
-Hombre, Pitxu, para eso te paga y es tu jefe. No se va a quedar él con lo peor…
-Ya, pero luego presume de que formamos un gran equipo, que compartimos… ¡Qué ostias vamos a compartir! Estaría más guapo si se callara la boca.
-Oye, compra dos pulseras como la de Loren y le regalas una. Así, cuando acabéis la jornada os podéis comparar -se le ocurrió comentar a Ander.
-Pues no estaría mal. Pero que las pague él.
Loren callaba y sonreía.
La pulsera funcionaba. Seguramente fue origen, en los días que siguieron, de un incremento de los tiempos de entrenamiento y de los rendimientos. Se acercaba el verano y había que ir mirando ropa para las vacaciones. Se estaban organizando para ir al sur, a las playas de Málaga. Este año iban a ligar como nunca. Por supuesto, ese era el plan de Pitxu y Ander. Para no quedar al margen estuvo mirando algunas revistas de estilo, formas originales de corte de pelo, posibles teñidos…
Las cosas se empezaron a torcer el 1 de abril. Como todos los días salió a correr. Antes de volver hizo una parada en el gimnasio para una sesión de pesas y estiramientos, Entonces fue cuando empezó a notar extraños dolores en los bíceps de ambos brazos. Sentía una pulsión que se repetía cada pocos segundos, como si un impalpable anillo presionara sus músculos y, transcurrido un rato, se relajara.
No le dio importancia. Carecía de sentido. El problema, sin embargo, se hizo omnipresente al llegar la noche. Al poco de acostarse el dolor dejó de ser intermitente y pasó a ser continuo y lacerante. Se extendía por todo el brazo izquierdo, aunque había desaparecido del derecho.
-¿Tendré un amago de infarto? Dicen que muchas veces es un síntoma previo.
Se levantó y tomó un Nolotil. Volvió a acostarse, pero no podía pegar ojo. El dolor no cedía. Más preciso sería decir que subía y bajaba a lo largo del brazo. Al levantarse pensó en acudir al médico. Sin embargo, un minuto antes de desayunar, las malas sensaciones desaparecieron bruscamente y a Loren le invadió la sensación de que todo había sido, simplemente, un mal sueño.
-Bueno. Parece que ha pasado.
No imaginaba que, al caer la tarde, el dolor volvería a aparecer. Era idéntico, lo mismo, pero ahora se centraba en el brazo derecho. Al llegar la noche, antes de acostarse, tomó otra pastilla. Pero no, ni aun así podía dormir. El hueso del antebrazo daba la impresión de convertirse, conforme avanzaba el tiempo, en algo parecido a una brasa interna. Ardía, quemaba. Había ratos en que parecía corroer la carne de dentro afuera.
Se levantó, se metió en el baño y se miró en el espejo. No, no había señal alguna de lo que advertía bajo la piel. Hizo unos cuantos ejercicios, abrió y cerró los puños, probó a practicar unas cuantas flexiones. Ningún problema. Volvió a la cama… El dolor no cedió. Por fin, después de unas horas, el sueño lo invadió, aunque no por mucho rato.
Amaneció angustiado por las preocupaciones y decidió ir al médico. Llamó por teléfono y le dieron cita para el día siguiente. Después salió a correr. Mientras corría notaba los dolores, pero nada impedía ni ponía barreras a sus movimientos.
Cuando entró en la consulta pensaba que el facultativo podía echarse a reír. ¿Lo consideraría una fantasía? La tercera noche tampoco había podido dormir más de hora y media. Esta vez los dolores habían desaparecido de los brazos y habían martirizado sus muslos. No, el médico no se lo tomaba a broma, aunque la expresión de su rostro denotaba sorpresa. Le hizo muchas, muchas preguntas. No llegó a aventurar ningún diagnóstico. Estuvo examinando la pantalla del ordenador y finalmente le concertó una cita para el neurólogo. Tardaría diez días en recibirle.
¡Diez días! Si los dolores seguían organizando semejante circo por el interior de su cuerpo podía prepararse para un florido calvario. Así fue. Cada día los dolores sorprendían a Loren y saltaban de un punto a otro del cuerpo. Y, por si fuera poco, todos eran dolores de distinto carácter. Dejaron de aparecer por la noche. Ahora lo hacían en horas distintas. Tomaba analgésicos, pero todo daba igual. 
Aquella mañana de sábado, aprovechando que su organismo se sentía relajado y parecía disfrutar de una tregua, tratando de olvidar todo lo que venía sucediendo se sentó al ordenador. Estuvo distrayéndose un rato con su juego favorito. Pronto se cansó. Barajó la posibilidad de ponerse a escribir. Le pasaba más de una vez por la cabeza la idea de iniciar un diario para narrar sus experiencias. Estaba a punto de hacerlo cuando recordó que hacía tiempo que no echaba un vistazo al buzón del correo electrónico. Bien, lo de siempre, notificaciones de Facebook, algo de spam, un mensaje de su amiga Narita, desde Japón, un… ¿Qué era aquello?
Un mensaje dirigido a sí mismo por sí mismo, procedente de su propia dirección de correo… No recordaba que en los últimos tiempos se hubiera dedicado a hacer tonterías. Hacía años sí, lo había probado todo, y se había llegado a enviar mensajes a su propia dirección para ver cuánto tardaban en recorrer la red y volver al punto de partida. Ya no, eso eran niñerías… Entonces…
Estaba a punto de enviarlo a la carpeta de spam cuando se fijó en el texto del asunto: “¡¡¡TE DUELE!!!”
-¡NO. No puede ser! ¿Qué significa esto?
Pensó en correr el riesgo. No había archivos adjuntos. Aplicó, no obstante, el revisor del antivirus y después lo abrió:
 Hola, Loren. Te tenemos controlado. Hemos tomado posesión de tu organismo. Estamos regulando tu cuerpo y experimentando con él. Nos hemos dedicado a provocar un pequeño rosario de sufrimientos. Esperamos que nos creas, pero puede que  necesites una prueba. Así que aquí la tienes: Transcurridos dos minutos desde que has abierto este mensaje vas a sentir un dolor muy agudo en los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. Vivirás la impresión de que las uñas están a punto de caerse.
Puedes contar el tiempo y dejar de leer hasta que deje de dolerte. Solo serán 15 segundos, exactamente 15 segundos.”
Había después unas líneas en blanco. Loren estaba paralizado. Releyó dos veces el texto inicial y no pudo por menos que vigilar, angustiado, el segundero del reloj.
Así fue. Sobrevino de repente. Como si mil agujas de finísimo hielo se clavaran, todas a un tiempo, en la línea que separaba las uñas de las yemas, aquellos dos dedos provocaron un grito de horror e impotencia. Mientras se apretaba como podía la mano con el otro brazo, no sabía qué hacer. Fueron unos segundos de absoluto descontrol. Se levantó, se puso a dar vueltas por la habitación. No hacía otra cosa que emitir gritos de dolor y pegar saltos de desesperación.
Quince segundos no resultan largos; todo volvió a la normalidad. Un profundo alivio invadió su cuerpo. Respiró, respiró hondo. Angustiado, volvió a mirar la pantalla. Había más texto. Estaba escrito más abajo, unas líneas más abajo:
Ya lo has comprobado, ¿no? Pues ahora atiende: Si no nos abonas 300 € en bitcoins al código rT2341Jpaswe9876i2a seguiremos martirizándote. ¡Ah! ¿Que no sabes cómo se hace un abono en bitcoins? Pregúntale a papá Google. Mañana, si no has hecho el pago antes de las 10:00 sufrirás un dolor agudo en el codo izquierdo que durará 6 minutos y 30 segundos. Ya sabes… La historia no terminará a menos que tú te lo tomes en serio y abones lo estipulado.
¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Había oído tantas veces hablar de este tipo de bandidos que pululaban por Internet… Siempre los relacionaban con gente coaccionada que entraba a páginas pornográficas, que era grabada por su propia cámara y después le sometían a chantajes rastreros, con… ¿Pero qué había hecho él? Y sobre todo ¿cómo podían provocar estos dolores? O cómo sabían que los sufría… ¿Y por qué le había tocado a él? ¿Qué había hecho?
Se estuvo rompiendo la cabeza largo rato. Repasaba hacia atrás, día a día, todo lo que recordaba de meses anteriores. ¿En qué páginas había entrado? ¿Quién podía haber usado su ordenador? Nadie. Vivía solo. Nadie tenía acceso al aparato. ¿Y si lo habían captado a través de la red con algún virus de esos, troyanos o como se llamaran…? ¿Para qué servía el antivirus al que estaba suscrito? De cualquier manera, la policía presumía de tener práctica en cazar a este tipo de gente. Aquello era un delito en toda regla, y él no tenía nada que ocultar. Cogió el teléfono y marcó el 112. Explicó su intención de denunciar un delito informático y le indicaron que esperara.
La agente que le atendió fue muy amable, pero su explicación final le produjo una náusea existencial:
-Tiene usted toda la razón. Es un delito, y si lo desea puede interponer una denuncia. Pase por aquí y le facilitaremos los trámites. No obstante, le puedo anticipar el resultado. Prácticamente todos estos procedimientos de envío de correos electrónicos exigiendo pagos para salvarse de posibles daños en los ordenadores y demás aparatos conectados a la red proceden de países que no reconocen la legislación internacional, lo que permitiría solicitar la investigación y detención de los culpables. Siento tener que admitirlo: su denuncia, en este momento, tiene escasas posibilidades de prosperar.
-Ya. ¿Y qué puedo hacer?
-¿Ha abonado usted alguna cantidad?
-No, claro que no.
-Ni se le ocurra hacerlo. Si entra en el juego las consecuencias puede ser nefastas.
Al día siguiente, a las 11 de la mañana, después de aguantar como pudo un fuerte dolor en el codo, Loren acudió a la comisaría y explicó su propósito de interponer la denuncia. Rellenó los datos que le solicitaron y explicó las circunstancias. Cuando el agente que le atendía leyó su relato no pudo retener una sonrisa:
-¿Dolores en el cuerpo?
-Sí, señor. Aunque le parezca fantasía es todo absolutamente real.
-No lo había visto nunca. ¡Cómo adelantan las tecnologías! ¿Tiene idea de cómo se los pueden transmitir? –su expresión mostraba un escepticismo casi absoluto.
-Hasta ahora no, pero los estoy sufriendo un día sí y otro también.
-¿A través de la wifi, del Bluetooth, del móvil?
-¿Yo qué sé?
Loren salió más triste de lo que había entrado. Sin embargo, al día siguiente, recibió un nuevo mensaje, semejante al anterior. Esta vez le pedían 600 € -por retraso en el pago-. Anunciaba, además, una lista de dolores para los próximos diez días. En primer lugar una paralización de la rodilla derecha. Se produciría esa tarde, a las seis en punto. Después, tres días después, pasaría la mañana con la sensación de que dos cuernos de chivo habían crecido en sus sienes…
Antes de digerir semejante contenido, recibió una llamada. Era la misma agente de policía que le había atendido en su primer contacto. Se presentó como Arantxa. Le llamaba la atención su caso y quería permiso para revisar, en su propio domicilio, las instalaciones electrónicas.
-Sí, por supuesto. Mire, he recibido otro mensaje…
Le explicó las circunstancias y la agente prometió acudir un cuarto de hora antes de las seis. Quería estar presente en caso de que la amenaza se hiciera realidad. En cuanto llegó le hizo firmar una autorización para revisar el contenido del ordenador y las instalaciones particulares. Después se sentaron al ordenador y empezaron a revisar programas, gestión de navegadores y correos…
Faltaba un minuto para las seis. Lo habían acordado; Loren se incorporó y se puso a caminar por la habitación. ¡No! ¡No falló el aviso! De repente advirtió la rigidez en la pierna. Se sintió incapaz de mantener el paso normal. Esta vez no dolía, menos mal, pero la rodilla no respondía. No conseguía doblarla. Arantxa probó y comprobó que los músculos no podían controlar la articulación.
-Descanse. No es necesario que siga sufriendo. ¿Cuánto tiempo le decía el mensaje que duraría?
-Quince minutos.
-Bueno. Esperaremos.
            A los quince minutos, efectivamente, la rodilla volvió bruscamente a la normalidad. Ni siquiera quedaron efectos remanentes. Loren probó a caminar y lo hizo como siempre. Aquello pareció encender una luz en los ojos de la policía. A lo largo de tres horas, sin concederse un solo descanso, estuvo probando y anotando una ingente cantidad de datos, configuraciones, marcas, programas… Después pidió a Loren el móvil. Analizó paso a paso sus aplicaciones, las operaciones habituales… todo un examen detallado y concienzudo. De pronto, se volvió hacia Loren y señaló su muñeca:
- Esa pulsera-reloj. ¿Desde cuándo la utiliza?
Loren se quedó un instante sorprendido. Después, en lugar de contestar, emitió un grito:
-¡¡Aahhh!! ¡La pulsera!
Su primera reacción fue tirar de ella tratando de arrancársela. Después, tremendamente excitado, explicó la adquisición, lo novedoso del aparato, la ilusión que había puesto en su tecnología… No podía quitársela. La agente examinó las abrazaderas y se quedó, también, sorprendida.
-¿Guarda el manual?
Loren buscó el manual en el cajón. Estaba muy nervioso. Se lo pasó a la policía. No, no encontraron, por mucho que buscaron, algún apartado que explicase cómo se desabrochaba la pulsera.
-¿Le importa que rompamos el sistema?
-No, todo lo contrario. Estoy seguro de que esta puñetera pulsera es el origen de mis males. Voy a buscar la caja de herramientas.
Pronto regresó con alicates, tijeras, destornillador, una sierra…
Lo intentaron durante una buena media hora. Finalmente se vieron obligados a pedir a un vecino una cizalla, que consiguieron aplicar con ciertas dificultades a la muñeca de Loren. Al fin las hojas se cerraron sobre la presa. Las abrazaderas de la pulsera se rompieron.
Loren la cogió y, con un grito de alivio y furor, estaba a punto de lanzarla contra la pared cuando el brazo previsor de la agente detuvo su impulso.
-Quieto, Loren. Puede que hayamos conseguido liberarte de tu problema, pero ese aparato nos puede venir bien para ayudar a posibles víctimas como tú.
Examinaron a fondo el artilugio. Miraron, sobre todo, las superficies internas. Acabaron admitiendo que lo mejor sería llevarlo al laboratorio. La agente terminó de rellenar sus informes, de pedirle firmas a Loren y de rogarle que, al día siguiente, volviera a pasar por comisaría para hablar del procedimiento.
Esa noche durmió como hacía mucho tiempo no dormía. Una sonrisa beatífica invadía su rostro. Al día siguiente acudió a comisaría, donde le interrogaron a fondo y le pidieron todos los datos del sistema de compra de la pulserita. 
¡Increíble! ¡A qué velocidad corren las noticias en este mundo de hoy! Por la tarde, en la prensa digital, ya encontró Loren una referencia al caso. Se enfadó. Pero bueno, nadie mencionaba nombres ni lugares.
Antes de echarse a la cama volvió a mirar el correo. Había un nuevo mensaje. De nuevo le recordaban la “obligación” del pago. Loren, ahora, se permitió una carcajada. Respiró hondo, se miró al espejo y se relajó mientras admiraba su musculatura.
Apagó la luz y se volvió de costado. El brazo apoyado en la almohada, relajado, ya no exhibía marca alguna de su vieja pulsera torturadora. Se rindió al sueño de los justos.


Bajo la piel de la muñeca, ejecutando su programación, el microchip, oculto, llevaba asociadas a su reloj interno complejas instrucciones para estimular una nueva sensación. Dos enormes cuernos de chivo empezaban a buscar su lugar virtual en las sienes del durmiente. Todavía faltaban seis horas para activar la operación.

viernes, 18 de mayo de 2018

EL PLANETA DE BERI




Este relato se escribió para un proyecto de mi querido colegio García Galdeano, (donde tuve la gran fortuna de poder trabajar los últimos cuatro años de mi profesión). Sigo colaborando con ellos. Han puesto en marcha RADIOPATIO, una emisora donde participa todo el mundo. Hemos empezado a emitir relatos a los que prestan la voz los propios niños y niñas. 
Esto amenaza con ser el primer capítulo de una radioserie...

Si quieres escuchar el relato haz clic aquí.


En el planeta de Beri las cosas siempre acaban bien.
Los niños son de todos los tipos y de todos los colores. Pero hay un problema… Todos los niños que nacen tontos se creen superiores a los demás. También piensan que tienen siempre la razón. Si dejan de ser tontos también se dan cuenta, al mismo tiempo, de que son iguales que el resto. 
Iban un día juntos, por la calle, todos los niños tontos y se encontraron con Beri. Hasta aquel día la piel de Beri era de color verde y uno de los niños tontos le gritó:


-¡Oye, tú, verde de mierda!
El pobre Beri no sabía que su cuerpo, si le decían “de mierda”, sufría una reacción automática. No lo sabía porque nunca le habían dicho eso. Se quedó sorprendido. De repente, sin querer, notó que sus carnes se apretaban, se concentraban y como si sufriera una explosión, le salía del culo un pedo enorme. Se formó en el aire una nube de color verde, un verde muy concentrado que envolvió a todos los niños tontos.
En un segundo, por culpa de aquel pedo, la piel de los niños tontos se volvió de color verde. Beri, sin embargo, se transformó en un niño de color azul.
Los niños tontos se enfadaron mucho con Beri, pero se tuvieron que aguantar, porque el color de su piel no se iba.
Volvieron otro día a salir juntos todos los niños tontos y ¡qué casualidad! Se volvieron a encontrar con Beri. Todavía llamaba la atención su preciosa piel azul. Estaba jugando en el parque con sus amigos. Uno de los niños tontos se le plantó delante, con los brazos en jarras, y le gritó:
-¡Oye, tú, azul de mierda!
Volvió a pasar lo mismo que la vez anterior. El culo de Beri sufrió otra explosión, pero ahora el pedo fue más grande todavía, y la nube salió de color azul. Ya te lo habrás imaginado, todos los niños tontos se volvieron azules. También se enfadaron. Y total… ¿qué más daba, tener la piel verde o tenerla azul? Beri, sin embargo, se había pasado al color negro. Los niños tontos, cuando se vieron azules, se enfadaron mucho más.
Pasaron unas semanas y llegó otro día en que se volvieron a encontrar. Los niños tontos rodearon a Beri, y como si hubieran organizado un coro, empezaron a gritar todos a una:
- ¡Oye, tú, …!
En ese momento el sol que alumbraba el planeta, que lo veía y lo escuchaba todo, se enfadó tanto que les gritó:
-¡Ya os vale, no! ¡Pero qué tontos sois! ¡Hala, que os den!  ¡Me voy de vacaciones! ¡No hay quien os aguante!
De repente se apagó la luz y se quedó todo el planeta a oscuras.
Los niños tontos, aunque estaban juntos, cogieron mucho miedo y se agarraron de las manos. Como no se  veía, no sabían si entre aquellas manos estaban también las de Beri. Poco a poco todos, aunque andaban como los ciegos, consiguieron llegar a casa y meterse en la cama.
Claro, en la cama se estaba bien, pero después de varios días se cansaron de estar a oscuras sin hacer nada. Mientras tanto pensaron, y pensaron, y tanto pensar, sin darse cuenta, dejaron de ser tan tontos. Además, ya tenían ganas de ver todos los colores otra vez. Pero para eso hacía falta que volviera el sol:
-¡Oye, Beri! –gritó uno en la oscuridad, asomado a la ventana­–. No nos importa de qué color eres ahora. Y después creo que tampoco nos importará.
-¿Aunque me vayan cambiando los colores? –contestó el chico.
-Ni aunque te vuelvas de color arco iris. Nos gustaría mucho verte. Pero para eso hace falta que vuelva el sol. ¿Tú sabes cómo se puede hacer eso?
-¡Qué tontería! Pues claro… Llamándole al móvil. Espera un poco.
Beri le puso un whatsapp y el sol contestó enseguida:

-No os preocupéis. Ya estoy volviendo a casa. Pero tardaré un poco, porque hay aquí un atasco que no veas.





martes, 3 de abril de 2018

San Miguel de Aralar - Su primera peregrinación anual

Ya publiqué dos reportajes de este tema en años anteriores. Corresponden a 1984 y a 2015.
El primero, en blanco y negro, lo llevé a cabo en compañía de mi maestro, Koldo Chamorro. En algunas de las fotografías aparece disparando también su cámara.
El portador del Ángel es un histórico del montañismo vasco, Xebe Peña. Por aquellas fechas estaba ya cerca de cumplir los ochenta años, y sin embargo nos hizo sudar de lo lindo a todos aquellos que le acompañábamos.
En el segundo reportaje es Mariano Zubiria quien, desde hace más de 25 años, desciende con la imagen hasta el pueblo.

El Domingo de Pascua está marcado con letras doradas para el calendario anual del Ángel de Aralar. El desplazamiento que se inicia desde el Santuario es tradición que se haga a hombros de su portador. Tras una pequeña ceremonia sale al exterior a las 16:30 horas e inicia el camino de descenso a la localidad de Baraibar.

El traslado se lleva a cabo por el monte. En medio del recorrido, después de caminar unos metros por el precioso vallecito de Ata, pasa la muga con Baraibar junto a la cruz de Burdingurutze. El Ángel besa la cruz y sigue su andadura para desembocar en el km 5 de la carretera que comunica el Santuario con Lekunberri.
En el asfalto está esperando el capellán, que acompañará al santo en el acercamiento hacia Baraibar.
En el km 4 aguarda la cruz parroquial que ha salido a recibirle. Después del beso ritual, el Ángel cambia de porteador y marcha hasta el pueblo. En plena calle se lleva a cabo una ceremonia de recibimiento antes de llegar al templo.

Este año, 2018, debido a lo complicado del descenso, tras una primavera especialmente fría y húmeda, los caminos presentaban un estado que hacía temer resbalones y caídas. Por eso la Cofradía decidió trasladar al Ángel colocado -aunque asomando al paisaje- en el interior de una mochila. Esta medida ha hecho más seguro el desplazamiento para el portador.

Aquí están los enlaces a los reportajes de los tres años:


1984



2015




2018


jueves, 29 de marzo de 2018

Vía Crucis a la ermita del Calvario - Cáseda - Entre 1986 y 2018

He repetido este año, 2018. Aquí, haciendo clic, encontrarás el reportaje. También enlazarás pinchando en la imagen.



Ya publiqué imágenes de esta romería hace cuatro años (2014).
Regreso año a año y vuelvo a publicar el reportaje. Una mañana magnífica, un hermoso paseo por los alrededores del campo, repitiendo esta celebración tan entrañable. Haciendo clic en la imagen podrás ver el resultado de 2017. Si lo quieres disfrutar en proyección, haz clic, una vez que entres al álbum, en los tres puntos de la parte superior derecha.




Pero tengo que decir que he aprovechado la ocasión para recuperar del archivo algo que para muchos casedanos será más emotivo. Se trata del reportaje que hice el año en que conocí esta celebración (28 de marzo de 1986) y el que volví a hacer siete años más tarde (el 9 de abril de 1993). Las imágenes más antiguas tienen ya treinta y un años de existencia. 
La colección no guarda un orden. Están revueltas las fotografías de ambas fechas, así como las que corresponden al Vía Crucis, la preparación de los pasos para la procesión de la tarde, el ambiente de la calle...
Me gustaría recibir comentarios de quien lo visualice.



jueves, 21 de diciembre de 2017

Viaje en la Villavesa - 1

            

            Era una hora tranquila de la tarde, pero tardó mucho tiempo en llegar. No pregunten por qué. La villavesa es para mí siempre una sorpresa.

Aguardaba solo en la parada. El conductor frenó y abrió la puerta. Subí, pasé la tarjeta y todo funcionó como habitualmente. Así que no sé qué pudo provocar el pálpito que recorrió mis venas.
Dentro, lo recuerdo, había unas diez personas. Una mujer con una silleta, dos ancianos ocupando los asientos del centro, una chica muy joven, una pareja, dos hombres solos… Nada extraño. Sin embargo el pálpito persistía. Me notaba muy raro.
Se cerraron las puertas y antes de que arrancáramos recorrí el pasillo casi hasta el fondo. Me senté solo, en uno de esos cuatro asientos que se enfrentan entre sí. Elegí los que miran hacia delante. Desde allí contemplaba el espacio interior y veía por los cristales la luz de primavera, las nubes, los edificios, los árboles del parque cuyas ramas, a veces, casi rozaban en la ventanilla…
Traté de evadirme de mis sensaciones, de dejar que las diluyera la presencia del paisaje, mas no hubo manera.
Supongo que todo empezó cuando aquella paloma golpeó la ventana en su vuelo. Además del susto dejó una manchita de color gris perla. Justo en ese punto el cristal empezó a ennegrecerse.
La mancha se extendió, se contagió cual si de una onda expansiva se tratara, de cristal en cristal. Todos se iban oscureciendo, empañando, enturbiando… Saltaba aquella mugre más allá de los marcos y se propagaba con rapidez de un ventanal al siguiente.
Asustado, sorprendido, se me encogía el corazón al comprobarlo. Más todavía cuando vi que la luna delantera, la del chófer, también se deslucía y espesaba. Pensé que los demás,  sobre todo el conductor, reaccionarían. Era lógico, era lo esperable, pero nadie lo hizo. No advertí comentarios ni gestos intranquilos. ¡Nada!
Llegó mi nerviosismo a tal estado que solo se me ocurrió estirar el brazo y pulsar el botón de próxima parada.
¡Nunca desearé, a ningún ser humano, semejante espanto! Mi propia iniciativa pareció desatar la reacción. En un instante, con increíble estruendo, cayeron –retumbantes– todas a un tiempo, un conjunto de oscuras persianas que cortaron hasta el menor resquicio de luz en los cristales. Por los lados, por detrás… y también en el cristal del conductor, totalmente obstruido por aquella reja sólida, opaca, impenetrable. La villavesa –parecía imposible– continuaba su marcha… ¿ciega? Se advertían a la perfección los movimientos, los roces de las ruedas, las sensaciones de la velocidad y del avance por la calzada.
Me puse a temblar con frenesí, descontrolado. ¿Y los demás?
La única reacción que advertí fue la del chófer. Se levantó, increíblemente calmoso, buscó en el salpicadero, entre sus cosas personales. Un segundo después se enderezó y se giró hacia atrás, abrió el portillón que separa el volante de los viajeros y salió caminando con parsimonia para buscar, al parecer, un asiento más cómodo. En la mano llevaba doblado el periódico del día. Se sentó, se reclinó y se puso a leer tranquilamente.
Aquello fue la última espoleta. Me notaba tiritar cual azogado. Resultaba imposible controlarme. Salté del asiento y me lancé hacia la puerta cercana. Tropecé de camino y casi caí, descabalado y roto. Empecé a aporrear sin miramientos las hojas herméticamente cerradas. No pregunten qué es lo que buscaba. Es verdad, más allá se interponían las tétricas persianas.
Sucedió lo esperable: nada conseguí. Así que cerré los ojos y me desahogué, como un loco, gritando desaforadamente, sin medida.
Cuando volví a abrir los párpados examiné el entorno. La villavesa continuaba su marcha, su traqueteo. Los viajeros, con caras asustadas, parecían estar pendientes de mi presencia. El rostro del conductor, de nuevo sentado al volante, vigilaba mis reacciones a través del espejo.
La fuente de la plaza Merindades, en aquel momento, exhibía frente a mí su brillante pared de agua, más allá de la luna delantera.

Puedo jurarlo: en el borde del asiento, ahora vacío, donde había visto sentarse al conductor, sobresalía cerrado y doblado aquel periódico.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Por la acera (Viaje en la Villavesa - 2)

Bajé en la primera parada.
En Pamplona, a esas horas de la tarde, empezaba a burbujear la animación. Declinaba el sol. La luz alcanzaba el estado vespertino, cálido, en el que ya se hacía sentir amigable y maternal. No eran los rayos castigadores, brutalmente machacantes de un mediodía de verano.
Mis primeros pasos no me habían alejado del bordillo de la acera. Escuché el arranque del autobús del que acababa de descender. En el instante en que me adelantaba, justo entonces, una mano asomó y lanzó por la ventanilla un periódico doblado. Parecía dirigido a mi rostro. Menos mal que, en su vuelo descontrolado, rozó ligeramente las hojas de un arbolillo de la acera y vino a impactar en el pecho antes de aterrizar a mis pies.

Tuve que dar un salto para no pisarlo. Me agaché. No soy capaz de explicar qué me impulsó a recogerlo y mirarlo. Era el periódico del día. La primera página me resultó familiar. Había repasado los titulares por la mañana. Divisé una papelera cercana y, conforme me acercaba a depositarlo en su interior lo iba doblando. Fue así que al darle la vuelta capté el contenido de la última página. Me sacudió un ramalazo de pánico. Toda la página, toda la superficie, completa, la ocupaba la imagen de una villavesa que se alejaba del fotógrafo. Era idéntica a la que yo acababa de abandonar. Se advertía perfectamente el número de línea… Era el mío. En la imagen del periódico la cristalera posterior, la única visible, se mostraba totalmente cubierta por una persiana oscura. No encontré pie de foto. No había texto alguno. Solo la fotografía.
¿Por qué razón me eché a temblar? Pensé en eliminar cualquier fantasma de mi mente recalentada. Había advertido que en la imagen del periódico se leía, muy nítida, la matrícula del vehículo. La memoricé y alcé la vista. Todavía mi villavesa permanecía cercana. Un semáforo había cambiado a rojo y el vehículo estaba detenido detrás de otros tres o cuatro. A aquella distancia hube de aguzar la vista, pero pronto, en un par de segundos, lo pude confirmar: era la misma matrícula. Era mi autobús. Cerré los ojos e intenté respirar. Lo hice muy hondo y dejé pasar unos segundos… Volví a abrirlos para cerciorarme de no estar equivocado. Pero justo un instante antes percibí una coral de ruidos, de pequeños estruendos, unos cercanos y otros más lejanos.
Con los ojos abiertos, de pronto, fui consciente del cambio: delante de mí, las bajeras, las tiendas que hacía solo un instante rebosaban de actividad, escenarios del trasiego de visitantes, curiosos, compradores… ¡Estaban todas cerradas! ¡Las persianas echadas!
No era solo eso. La calle, de repente, se había vaciado. No había nadie. Ni un alma. En todo lo que mi vista alcanzaba no vislumbré más movimiento que las palomas urbanas, que revoloteaban o picoteaban aquí y allá.
Y tampoco fue eso todo. En la calzada y en las calles adyacentes, habían desaparecido los coches. No veía ni uno, ni en marcha ni aparcados... ¡Nada!
Tiré el periódico.
Solitaria, única, la villavesa estaba detenida todavía en el semáforo. A través del ventanal trasero, menos mal, advertí siluetas de viajeros sentados. Eché a correr, probé a alcanzarla.
¡Mala suerte! El semáforo, en ese instante, cambió al verde. El autobús arrancó justo cuando estaba a punto de alcanzarlo.
¡Grité!
En el ventanal trasero dos pasajeros se volvieron a mirarme. Parecían sorprendidos de verme correr y gritar. Me puse a hacer aspavientos. En aquel momento, cuando más esperaba una respuesta, un frenazo, un mínimo auxilio, llegó el susto definitivo. Un violento fragor acompañó la caída de una persiana opaca, muy oscura, idéntica a la del periódico. Cerró la cristalera por completo.
Me derrumbé, de rodillas, vencido, derrotado, gimiente. El autobús siguió su camino. Se alejó hasta desaparecer tras la esquina de un edificio, en una curva.
Me eché a llorar allí mismo, tirado en el suelo.
–¿Le ocurre algo? –escuché a mi lado. Una mujer, caritativa, me miraba preocupada. Alrededor se habían detenido algunos paseantes.
Me incorporé. Sacudí el polvo de mis rodillas. El entorno urbano, las tiendas, los coches, las gentes, todo parecía normal, como cualquier día.
–Disculpe. No, no me sucede nada.

Terminé de ponerme en pie y recuperé la compostura. Retrocedí sobre mis pasos. 
Pasé de nuevo junto a la papelera. Asomaba en la rendija, doblado, el periódico que acababa de tirar. Me dio un tembleque. Decidí apartar la vista y continuar andando.

martes, 19 de diciembre de 2017

VIAJE EN LA VILLAVESA (... y 3)



¿Sois conscientes? ¿De verdad? ¿Lo sois?
¡Aplicar un interruptor al dios Sol! ¡Dominar a la Luz de las luces, al Dios de los dioses…
¡Daos cuenta! ¡Todos los días! ¡A cualquier hora!
El inventor de la corriente eléctrica debió sentirse un rey cuando logró cortarla con un interruptor. ¡Un simple interruptor! Pero no hay comparación posible. Es al dios Sol a quien dominamos con las persianas.
Dediqué mi adolescencia y mi juventud, todo mi tiempo, a perfeccionar su diseño, a idear las mejores láminas, a buscar diferentes caminos para negar el paso a ese presuntuoso Dios entre los dioses. Apliqué motores y automatismos al invento. Inventé sensores y dispositivos que reflejaban, cortaban, difuminaban, confundían y controlaban la acción de la luz primigenia.
¡Cuántas horas robadas al sueño! ¡Cuántos sinsabores!
Nada es gratuito… Pero hoy, ahora y aquí, soy el amo. Me siento, con razón, por encima de Dios. Soy dios de las persianas. ¡Lo he logrado!

Por supuesto, toda divinidad es vengativa por naturaleza. Mi Dios no me absolvió. Desde hace tiempo intenta tomarse la revancha. No olvidó mis hazañas ni mi superioridad. Nunca perdonó que hubiera mejorado el interruptor que corta su Luz a voluntad del hombre.
Estudié, me esforcé, me abrí camino en esta vida tan dura que un día se nos impuso a los seres humanos: de Sol a Sol, todos, cada uno de los días de nuestra existencia.
Así, con afán resentido, actuó sin compasión sobre mi mente. Intentó reírse de mi presencia en este mundo. Tengo que controlar todos los días sus movimientos, pero Él también me vigila. El odio es mutuo. Solo al llegar la noche oscura descanso de sus asechanzas. A lo largo del día he de sortear sus arteras trampas, esas sibilinas encerronas que planifica metódicamente en la placidez de la noche, mientras descansa escondido. Debo reconocer que a veces logra nublar mi entendimiento, mi vista y mi esperanza…
Menos mal que en los últimos tiempos se me han sumado, poco a poco, algunos aliados. Empieza a ser doblegado incluso por la economía y la política. ¿Qué decir de la sabia decisión del gobierno de este país? Al fin empezó a imponerle las tasas que su existencia, desde siempre, debió rendir al bienestar y a la presencia humana. 
Quizás debido a esa provocación anda más soliviantado estos últimos días. Me aguarda agazapado. Se atrinchera antes de mi aparición y disimula hasta que advierte mi presencia. Su imaginación es tan colosal como su maldad. Hoy, por poner el caso, me atacó varias veces en el trayecto que todas las tardes he de recorrer entre el hogar y el trabajo. Establecí, adrede, horario nocturno en la consulta que abrí hace tiempo, con intención de evitar encontronazos. Hoy, sin embargo, bastó que adelantara mi desplazamiento para que el Sol convirtiera el viaje en un infierno.
Me halló desprevenido, primero, cuando monté en la villavesa. Utilizó mis propios inventos para regalarme un susto de muerte. ¡El muy canalla! Hizo bajar de golpe las persianas en las ventanas de todo el autobús. Incluso la del chófer ¡En plena marcha!
Menos mal. Salí con bien, entero, de tan ladina trampa, gracias a que me apeé del vehículo antes de que sobreviniera una desgracia.
Ya en la acera siguió acosando mis pasos. Lanzó a mi rostro un periódico que evocaba su anterior hazaña. Acto seguido cerró a la vez, de un papirotazo, todas las persianas de la ciudad. Se refugiaron como pudieron, asustados, los ciudadanos y todos sus vehículos. Solo regresaron a la calle al remitir los ruidos, cuando vieron declinar la excelsa batalla que libré con el Sol.
¡Menos mal! ¡Todo llega a su fin! Ya he alcanzado la puerta de mi clínica.
Mientras saco la llave miro al cielo y proclamo a los cuatro vientos mi desprecio:
–¡Un día más, mal bicho! ¡Hoy tampoco lograste la victoria! ¡Ahí fuera te quedas!
Antes de penetrar en el despacho saco el pañuelo y abrillanto la placa de bronce que anuncia mi consulta: 
DR. MITILENE – PSIQUIATRA 
TRATAMIENTO EFICAZ DE AGORAFOBIAS Y CLAUSTROFOBIAS


Bajo después, con íntimo deleite, la persiana. Al fin puedo sentarme, tranquilo y satisfecho, a leer el periódico.

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